24 de abril de 2012

Peatones y zancadas

Teniendo los pasos peatonales más respetados de la República Mexicana, pasa que me encuentro con personas que se lanzan a atravesar la calle por donde no deberían o cuando no deberían. Sacan la cabeza entre los autos estacionados al lado de la calle, asoman luego todo el torso y, calculando la distancia a la que están los autos que se acercan, se lanzan a la calle con inmensa zancada. Sucede aquí lo extraño: tras dar cuatro o cinco saltos enormes —que juntos se convierten en un correr— y cuando el auto está más cerca... ¡aminoran la marcha! Es como si el peatón hubiese ganado una competencia de colocarse primero en la calle, dejando al conductor sin nada más qué hacer sino esperar a que termine de cruzar.

Por otra parte, no hay caso de peatones más ridículo que las muchachitas aquellas que, con el uniforme de la preparatoria, corren de esquina a esquina dando de gritos y carcajadas.

21 de abril de 2012

Trazos y nombres

Cumplí los dieciocho años y llegó el momento de tramitar mi carné de identidad. Por meses había ensayado la que sería mi rúbrica: las letras ge, eme y pe —mis iniciales— estilizadas en una especie de ola, subrayadas las tres por una larga línea horizontal. Así la plasmé en el documento y en todos los que a partir de entonces tuve que firmar.

Un par de años después, una Érika que conocía me firmó un papel y me gustó como el centro y solo el centro de su rúbrica quedaba encerrado en un círculo. Educada y éticamente le pregunté si podía adoptar el recurso y me dijo que sí. Para entonces, mis tres letras ya apenas se separaban, formando una gorda línea vertical atravesada por la raya del subrayado, en una suerte de cruz que, ahora con el círculo, recordaba a la mira telescópica de un rifle.

Pasaron otros pocos años y, en la escuela de psicología, aprendí que uno de los rasgos de la esquizofrenia es la presencia de trazos repetitivos en la firma. Me pareció divertido agregar a la mía tres puntos, pensando que algún día un psicólogo clínico podría verla y creerme esquizofrénico. No ha pasado, pero seguido me preguntan si soy masón.

17 de abril de 2012

Mayúsculas y caligrafía

Como muchos otros de mi generación, pasé por aulas escolares que tenían al frente maestras que me enseñaron —muy erróneamente— que, sin importar qué palabra fuera, las letras mayúsculas no se tildaban. En quinto de primaria, al ser eximidos de dibujar las letras siguiendo moldes de palitos y circulitos, comencé a escribir con puras mayúsculas. Buscaba, por inverosímil que lo encuentren, evitar el uso de las tildes.

En la escuela secundaria desarrollé cierto gusto por las características distintivas de las cosas. Así, comencé a apreciar la tilde de mi segundo apellido: Pérez. Incluso deseé que mi nombre y primer apellido tuvieran tildes también. Pero no: solo el Pérez la llevaba y por años yo la había omitido.

Eventualmente me convertí en un entusiaste de la correcta escritura; pero una marca quedó tatuada para siempre en mi caligrafía, recordándome mi vergonzoso pasado: hasta hoy, cuando escribo a mano lo hago en mayúsculas, en una suerte de tipografía en versalitas. Aunque eso sí, procuro incluir todas las tildes donde van.

14 de abril de 2012

Sillas y tiempos

Nada dura más que la caída de una silla. Vemos la silla y, con la confianza de que nos recibirá, le damos la espalda antes de sentarnos en ella. Bajamos la posaderas y, al tocarlas contra la silla, algo pasa. Hasta aquí, el tiempo había transcurrido normalmente, como siempre corre, como lo indican los relojes y de manera en que a todos nos parece igual e inalterable. Nos damos cuenta de que el movimiento hacia abajo no se detuvo al llegar a la silla y el tiempo se pone en cámara lenta. Volteamos a todos lados en busca de la razón de esto: la silla sí está abajo de nosotros, no está a los lados ni muy atrás. Entonces, ¿por qué caemos? Es la silla: debe haber tenido una pata lastimada y, con nuestro peso, cedió y ahora va hacia el suelo, junto con nosotros. Caemos, entonces. Demonios. Antes de pensar en la estrategia para protegernos del golpe físico, aseguramos primero la defensa contra el golpe social: ¿hay alguien viéndonos? ¿Habrá sido muy obvio que la silla caería y hemos sido idiotas al sentarnos en ella? Revisamos la habitación y no, no hay nadie. Solo la televisión parece mirarnos, pero bien sabemos que somos nosotros los que la miramos a ella. ¿Qué hacer para no golpearnos? ¿Hay algo de lo que podamos sujetarnos? El único objeto a la mano es, para mala la cosa, la silla. Pero la silla cae y de nada serviría asirnos de ella. Ahora que hemos reparado en nuestras manos, qué ridículos nos vemos agitándolas en el aire, como si de algo fuera a servirnos moverlas como pájaro. Decidimos que lo mejor es ponerlas hacia abajo, como parachoques, pero con los brazos levemente flexionados para amortiguar mejor el golpe y no absorberlo totalmente en las muñecas y codos. Caemos en cuenta que la silla cae debajo de nosotros, ¿iremos a caer encima de ella? De ser así, la silla dejaría de ser un cómodo asiento y se convertiría en una hiriente trampa. Pero no... la silla está un poco atrás de nosotros: nos daremos contra el suelo y no contra ella. Mejor, porque el suelo es más predecible en su comportamiento. Finalmente terminamos de caer. Tenemos las palmas de las manos enrojecidas, la muñeca derecha entumecida y el trasero sucio. Apenas un segundo después y el tiempo ha vuelto a su velocidad normal.

10 de abril de 2012

Dinero y regalos

Recién habían empezado su vida como matrimonio. Ella seguía en la universidad y eran todavía tiempos en que él se hacía cargo de todos los gastos de la recién inaugurada familia. “Te recuerdo que se acerca mi cumpleaños y que para el tuyo te obsequié una computadora y el viaje a la playa”, le dijo él a ella un día de junio. La esposa se quedó en silencio, como pensando y calculando, hasta que dijo “Muy bien: dame ocho mil pesos para comprarte algo”.

7 de abril de 2012

Axolotls y coincidencias


Tomaba al azar libros de diferentes estantes cuando abrí uno con fotografías de axolotls. Mi amigo me preguntó que si había leído el cuento de Cortázar sobre un axolotl y respondí que lo haría pronto.

Por la tarde, me encontré con que una amiga que tenemos en común había compartido en Facebook —con el comentario “anfibios bebé”— precisamente ese cuento de Cortázar. La casualidad, que nos aturdió un poco y nos divirtió mucho, tuvo un excelente remate cuando al otro día un tercer amigo publicó su nueva canción: “Axolote”.

Todo esto me hace pensar que no somos sino pequeños axolotls viviendo en una pecera muy reducida, donde todo lo que sucede está inexorablemente conectado.

3 de abril de 2012

Cuerpos y camas

Dormir no es solo cosa de echarse y comenzar el reposo para amanecer con el cuerpo reestablecido y fresco así gratuitamente. Mantenerse en una misma posición por determinado tiempo —aunque sea dormido— provoca fatiga. Se acuesta uno sobre el costado derecho y el brazo de ese lado se convierte en un estorbo que, de no querer tener debajo de las costillas, habrá que doblar desde la clavícula, causando dolor al poco tiempo. Los pies, con su posición perpendicular al resto del cuerpo, resultan un problema cuando se está acostado boca arriba o boca abajo. En el caso de los varones, el pene puede ser incómodamente aplastado al colocarse con la panza contra el colchón. Desconozco qué molestias puedan enfrentar las mujeres, pero supongo que los senos han de presentar el mismo inconveniente que el pene. Dormir en pareja tampoco es lo que el romanticismo nos ha hecho creer: los huesos duros y las articulaciones filosas del compañero se vuelven discretos aparatos de tortura.

La Posición Ideal del Sueño, absurda e irónicamente, se logra de manera casi natural solo cuando no se va a dormir. Entra uno corriendo a la casa a cambiarse de zapatos entre una cita del trabajo y la siguiente, ve la cama y se echa por dos minutos en ella. Al dejar caer el cuerpo, este queda en una posición media entre la de costado y la boca abajo, de forma que los pies reposan de lado y ambos hombros reposan contra la cama. Por la noche, cuando se intente replicar la postura, se descubrirá que es imposible. Del mismo modo, al estar acurrucados viendo la televisión, el cuerpo del otro se antoja como una poltrona que se amolda al nuestro. Es cosa de decir “Buenas noches, mi vida” y jalar las cobijas para que los bordes y rispideces del otro se tornen insoportables.