En ocasiones, el libro que leo me acosa. Pienso en él todo el día y no pierdo oportunidad para leer al menos algunas páginas. Al leerlo, me entusiasmo de modo que comienzo a leer tan rápido que de pronto debo detenerme y regresar algunas líneas; ignorando las ganas que dan de asomarme algunas páginas más adelante a ver qué pasará. Luego me doy cuenta que apenas llevo algunos días con el libro y ya me faltan menos de veinte páginas para terminarlo. Entonces ocupo mis tiempos de lectura en revistas o artículos de Internet, porque no quiero que se acabe.
Hay otras ocasiones en que inicio el libro y lo olvido. Llegan los momentos que regularmente ocupo en leer y me busco otras cosas qué hacer. Abro las páginas, avanzo algunas y me doy cuenta que solo mis ojos seguían la lectura y que realmente no sé qué acabo de leer. A causa de mañas inculcadas por el sistema escolar, solía forzarme a terminar todos los libros que comenzaba, incluidos estos. Ya no. Leo por ocio, por placer. He aprendido a desprenderme y ahora me atrevo a abandonar libros en la página veinte, incluso de algunos de mis autores preferidos como Saramago o Palahniuk.