13 de diciembre de 2011

Máquinas y mecánicos

De entre todo lo arrumbado en aquel viejo taller de bicicletas, mi hija de seis años reparó en un objeto que estaba oculto —al menos para alguien de su estatura— detrás del mostrador. Me preguntó qué era aquello y le dije escuetamente el nombre de la cosa: una máquina de escribir. Quiso saber para qué era, cómo se usaba, para qué la tenían ahí, si había de más tipos y un sinfín de cuestiones más que planteó en un monólogo interrogativo que detuve para explicar al mecánico lo que mis bicicletas necesitaban.

Llamó mi atención una bicicleta colgada del techo. Pregunté a mi hija si me esperaría un minuto en el taller en lo que probaba el biciclo. No tardaría mucho: solo quería corroborar que los mecanismos se movieran. Accedió a mi petición sin necesidad de efectuar mayores negociaciones.

Al regresar la encontré sentada detrás del mostrador. El mecánico le tecleaba a una hoja sobre la que, al colocarla en la máquina, había dejado marcados los dedos grasosos. La expresión de su rostro revelaba que se encontraba un tanto confundido y con cierto sentimiento de ridiculez, primero por el modo en que una niña tan pequeña lo había prácticamente obligado a usar la máquina de escribir y segundo porque no pudo negarse a obedecer.

Más tarde fui a la oficina de mi padre y busqué una máquina de escribir que tenía arrumbada. La traje a casa.

3 comentarios:

Unknown dijo...

La escandalera que produce una máquina de escribir al ser usada hace que el escritor, de alguna forma inexplicable, se concentre en su oficio sobremanera, y, asimismo, se sienta pleno en lo que hace.

Juan Martín HC dijo...

Al parecer tu hija también escribirá cosas

Ricardo dijo...

Ese asombro de los niños, es único.