Pasamos Navidad en un pueblo llamado Medina, en el estado de Nueva York, muy arriba, casi pegado a Canadá. Ese año yo vivía con los Murphy, inscrito como estudiante de intercambio en la high school de otro pueblo mucho más grande que Medina pero mucho más chico que mi ciudad. A los 18, era la primera Nochebuena lejos de mi familia. No me sentía muy bien.
En Medina vivían los padres de Barb, la mujer que me recibió en su casa. El señor tendría unos noventa años y casi no escuchaba. Alertado de que en esa casa no había televisión y que por la nieve sería poco lo que pudiera hacer afuera, llevé conmigo una antología de tiras de Calvin y Hobbes. El anciano encontró el libro y se pasó toda la cena recargado en la barra de la cocina leyéndolo, explotando en unas roncas e incontenibles carcajadas que lo hacían mostrar el interior rosado de su inmensa boca sin dientes. Lo estuve observando y hasta hoy, 22 años después, creo que es la vez que más feliz he visto a alguien. Así de fácil puede ser la vida.
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