–Sabe a orozuz– dijo la muchacha y dejó el vaso. Leí esta línea y sentí un súbito espasmo, un connato de risa que se me agolpó en la garganta. Tenía 17 años y como estudiante de intercambio en el estado de Nueva York me había inscrito en el curso de escritura creativa de la preparatoria. El profesor, antes que a escribir, nos enseñó a leer. “Colinas como elefantes blancos”, de Hemingway, fue de los primeros relatos que revisamos. No podía esperar a la sesión de preguntas.
”¿Qué edad tiene ella?”, fue la primera interrogante que lanzó el profesor. Me sentí eufórico. Yo lo sabía. Mientras otros reabrían sus hojas para buscar dónde lo mencionaba el autor, yo levanté la mano. El profesor me vio y movió levemente la cabeza. “Debe tener alrededor de 15 o 16 años”, dije.
Cinco años más tarde una frase volvió a sacudirme. Esta fue en una novela Saramago y me hizo sentir aquel mismo espasmo, esa emoción de sentirme vulnerable ante las palabras del autor, quien con destreza entraba en mi mente y pintaba en ella. El enunciado se quedó en mí a lo largo de los años y, cuando releí la novela casi quince años después, quise ponérmela en el antebrazo izquierdo como evidencia del poder de las palabras: Los estorninos se alzaban de repente, todos a un tiempo, vruuuuuuuuuu. Así, con esa simpleza, Saramago me mostraba cómo una parvada de miles de aves despegaba, haciendo ese ruido seco y soplado, perfectamente descrito con la onomatoyepa. Vruuuuuuuuuu.
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