Levanto la guitarra que se ha pasado gran parte de los últimos dos años recargada en la esquina de la sala. Me la cuelgo y la hago sonar, interrumpiendo cada tanto para calmar una pelea entre mis hijos que juegan en la sala o para darle cuerda a alguno de sus carritos. Como casi siempre, termino tocando canciones de hace mucho, sobre todo las que me aprendí hace veinte años cuando tocaba covers en los antros de la ciudad. Piso un mi menor y rasgo con ritmo de bolero. Luz, roja es la luz, luz de neón que anuncia el lugar…
Mi hija de trece años me dice que ahora que estuvo en la Ciudad de México saludó al que canta esa canción, aunque no se pudo tomar una foto con él. Y me acuerdo de mis trece años. Me acuerdo de ir en el asiento de hasta atrás de una Suburban rumbo a la casa de mi abuelo en Norogachi, compartiendo lugar con mi primo Carlos, cada uno con su walkman y su maletín para diez casetes. Intercambiamos. Mi colección son álbumes de Vanilla Ice, MC Hammer y Caló y casetes donde atrapé canciones de rap que salían en El Lobo 1010 AM.
Carlos me pasa El circo de La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio. Por la ventana veo los pinos emblanquecidos de polvo junto a la brecha por donde avanzamos, contrastando con el verde profundo de los que están más atrás. La diadema corona mi cabeza y sujeta las esponjas anaranjadas que meten a mis oídos un sonido que me parece sucio, prohibido, obsceno… un sonido que se desprende de cosas que veo a diario en la ciudad pero en las que no reparo.
Se lo cuento a mi hija y me lo cuento yo, porque había olvidado este episodio que, ahora que lo pienso, es el prólogo a noviembre de aquel 1991.
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