Cuando Griezmann remata contra el arco protegido por Navas, sé que en realidad lo hizo hace dos minutos. Lo sé porque ese fue aproximadamente el tiempo que pasó entre que la aplicación de mi teléfono avisó del inicio del partido y que el árbitro pitara en mi pantalla autorizando mover el balón. En el futbol dos minutos son mucho tiempo.
Mi teléfono permanece bocarriba sobre la mesa, a una distancia suficientemente cercana como para darme cuenta cuando la aplicación notifica algo, pero suficientemente lejos como para no alcanzar a leer qué dice. La pantalla se ilumina. Debe ser un gol.
En la televisión el rival de mi escuadra está sacando de meta. Se me viene ese hormigueo que sube espumoso desde la panza hasta el cuello. El adversario vestido de blanco avanza sobre el campo y llega hasta nuestra portería. Kroos la vuela y jalo mucho aire: el gol no era contra nosotros. Nuestro arquero despeja y en dos toques estamos en el área contraria. Me preparo para celebrar. El hormigueo ahora es placentero, anticipando la explosión. Dos toques hacia adelante, uno para atrás, dos hacia adelante, uno para atrás… ¿quién va a anotar? El hormigueo regresea, pero ahora se parece más a un espasmo: los blancos la robaron y van de regreso como estampida contra nuestra puerta. Maldita sea. Sí era de ellos. El dolor de la herida abierta en nuestra portería por el 7 de los blancos es parecido al de esa inyección por la que te angusiaste durante dos días: las punzadas palpitan, pero el alivio de finalmente dejar atrás la mortificación es innegablemente agradable.
Ya. Ya está. El balón vuelve a rodar. Queda casi todo el segundo tiempo por delante y no parece descabellado que empatemos o incluso le demos la vuelta a este marcador. Me acomodo y sigo el juego con tranquilidad… cuando la pantalla del teléfono se vuelve a encender.
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