Espero en la fila para pagar. En una mano llevo la canasta con la leche, tres Bohemias y tortillas. En la otra sostengo un café. Americano. Negro. Sin nada.
Dos tipos comienzan a gritar. No podemos ver sus rostros. Llevan medias en la cabeza. Son corpulentos pero, por alguna razón, todos sabemos que son jóvenes. Uno de ellos patea un anaquel y se aposta junto a la puerta. El otro nos grita. Nadie se mueva, hijos de su pinche madre. Suelten lo que traigan y vayan sacando el dinero y los celulares. Usted vaya abriendo la caja.
Mientras el de la puerta turna su mirada entre la calle y el interior, el de las órdenes se acerca a la fila. No lo pienso. Es como si sucediera en automático. Cuando está a dos metros de mí, le aviento el café en la cara. Cae. Se retuerce. Se talla el rostro. Choca contra papitas, botellas de agua y chocolates. Parece que quiere decir algo, pero sólo se escucha un alarido más animal que humano. El de la puerta no sabe qué sucedió. Corre dos pasos hacia adentro. Gira. Corre uno hacia afuera. Gira. Ve a su compañero. Gira de nuevo. Huye.
Muy seguido fantaseo con esta escena.
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