28 de diciembre de 2019

Humo y rituales

Era el 26 de diciembre de 2014, muy noche. Estábamos afuera de mi casa bebiendo y fumando, quizá a dos o tres grados. Andrés y yo teníamos cervezas, Jesús vino tinto. De pronto noté que Andrés no tenía un cigarro encendido y le ofrecí uno de los míos.

El 23 de agosto de 2009 entró en vigor una ley que prohibía fumar en lugares cerrados de Chihuahua. Como fumador, renegué y manoteé: ¿qué clase de disparate era este? ¿Cómo esperaban que fumáramos en la banqueta a cuarenta grados en verano o a menos cinco en invierno? Pero esto pronto dio lugar a un bonito ritual: salir a fumar. Terminaba de tocar una banda y en vez de quedarnos viendo cómo cambiaban el equipo y afinaba el siguiente acto, nos salíamos a fumar. Hacíamos una pausa en la conversación y salíamos a fumar. En reuniones donde preferiría no estar, contaba con ese reducto de salir a fumar y allá encontrarme con personas con las que al menos tenía un tema en común. Terminábamos las noches apretujados alrededor del calentón en forma de hongo en el balcón del Secönjom, conversando y girando para calentar ambos lados de nuestros cuerpos.

Andrés contestó que no tenía un cigarro encendido porque ya no fumaba. Abrí la boca. Andrés fumaba, como mínimo, el triple de lo que yo fumaba. Le pregunté que por qué, que desde cuándo. Dijo que desde septiembre, que porque sin fumar podía cantar mejor y que además disfrutaba más de la comida. Pensé que si Andrés podía, entonces también yo podía. Le di una última calada al Delicados que tenía entre los dedos, lo lancé al piso y lo pisé. Guardé el resto de la cajetilla. Terminé mis dieciocho años de fumador.

No me arrepiento de haber fumado, aunque ahora entiendo que era más adicto al ritual que a la nicotina. Pero Andrés tenía razón: canto mejor y el sabor de la comida es increíble (poco después dejé también el azúcar refinado y lo de la comida mejoró todavía más). Además dejé de roncar y mejoró mi condición.

Hace algunos meses me golpeé las costillas jugando futbol y fui a tomarme unas radiografías. El radiólogo me preguntó que si fumaba mucho, porque tenía los pulmones totalmente ennegrecidos.

24 de diciembre de 2019

Navidades y familias

La medianoche entre Nochebuena y Navidad nos encontró manejando sobre la carretera de Chihuahua a Aldama. Exactamente tres años atrás le había regalada a mi madre un encendedor Zippo color rojo. El 25 lo estrenó encendiendo los dos últimos cigarrillos de su vida. El 26 le encontraron el cáncer.

Kathy estaba embarazada de nuestra hija Natalia e íbamos a nuestra segunda cena navideña de la noche. Desde el cáncer habíamos dejado de alternar la Nochebuena entre una familia y la otra cada año, porque no sabíamos cuál sería la última de mi mamá, así que íbamos a las dos. Rumbo a la granja donde estaba su familia no sabíamos que la última iba a ser precisamente la que acabábamos de dejar.

El encendedor rojo se quedó en un cajón de la vitrina de la sala. Nadie lo volvió a usar, pero nadie lo tiró tampoco. No sé dónde pudo haber quedado. Cuando mi padre murió doce años después de  enviudar vaciamos la casa y no lo vimos.

En la granja la familia de Kathy cantaba y no me creían que no me supiera ninguna de las canciones rancheras que tenían en el karaoke. Creo que mi suegro se había imaginado siempre a su hija casada con un tipo muy parecido a él y a los demás de su familia, pero Kathy llegó a la Nochebuena conmigo, con mi corte mullet, con mis pantalones tumbados y con una cadena sujetando mi cartera al cinturón.

Tuve una idea. Tomé el micrófono del karaoke y busqué “Fuerte no soy” de Intocable. En esos tiempos trabajaba cantando en antros e incluíamos esta canción en el repertorio de mi banda, que sin contar esta de banda tocaba puras de rock y pop. Quizá esa noche fue una transición: salí de la última Navidad que pasaría con la que había sido mi familia completa y terminé en esta suerte de rito de iniciación con mi familia política.

Hoy en la mañana vi una foto de esa última Navidad con mis dos padres y pensé en todo esto.

21 de diciembre de 2019

Décadas y álbumes

Perdón por abrir con la aburrida observación nostálgica, pero la década que termina nos vio abandonar los álbumes musicales como objetos al mudarnos de manera definitiva a las reproducciones en línea. Antes, hacer listas de álbumes favoritos era una tarea que se sentía más orgánica, ya que sólo era cosa de pensar en qué cajas de discos habíamos cargado en la mochila y en la guantera del auto.

Sin embargo, me sorprendió la facilidad con la que saqué esta lista de mis álbumes favoritos de esta década que es la última de dos que no supimos cómo nombrar. Pensé que iba a tener que hurgar en mis registros de Last FM para mostrarme a mí mismo qué me gustó. Pero no. Hice esto prácticamente de memoria. Y aquí están, acomodados en el consabido orden de las letras en el alfabeto.

A la piscina, de Aias. Un fugaz trío de chicas catalanas lanzó este pegajosísimo álbum… y desapareció para siempre. Abrimos la década con este sonido amplio y reverberado que Aias representa alegremente en este álbum que nunca ha salido de la rotación de mis bocinas.

A sufi and a killer, de Gonjasufi. Nunca he sabido cómo describir lo que hace Gonjasufi. Este tormentoso álbum se te mete en la médula y no entiendes qué es lo que te sucede, hasta que mejor sólo lo dejas suceder. ¿Es hip hop? ¿Es folk? ¿Es rock? Me vale madre.

El disco, de Yo! Linares. La rudeza del sonido de esta banda me asustó y cautivó en igual medida. Esta banda tuvo una vida corta y no podía ser de otra manera: un animal así termina por destruirlo todo o por devorarse a sí mismo. Me he referido a esto como rock feral y creo que es es de lo más acertado que haya dicho.

Días nuestros, de Los Reyes del Falsete. Cuando comenzó la década desapareció Club Fonograma (que por cierto ¡ya regresó!) y creí que me perdería de toda la escena pop iberoamericana. Pero la música encuentra sus caminos y me llegó esta trepidante producción que tiene los arreglos más chingones que haya escuchado en muchísimo tiempo.

La dinastía Scorpio, de Él Mató a un Policía Motorizado. Ese rock básico que nos pega a todos: música poderosa e historias adolescentes.

Monomania, de Deerhunter. Esta banda estadounidense alterna sus producciones entre impecables álbumes de rock contemporáneo y trabajos experimentales como este disonante e insoportable disco que es una amenaza para las bocinas. Me encanta.

Salve discordia, de Triángulo de Amor Bizarro. Madurar no significa dejar de crear rock audaz y confrontativo, sino hacerlo cada vez mejor. Esta banda gallega se colocó entre mis predilectas durante esta década.

Sremmlife, de Rae Sremmurd. Durante la década el mundo del pop estuvo dominado por el hip hop y el reguetón. (Y sí: el rock también es parte del pop). Fui inmiscuyéndome por esos rumbos que no había explorado antes y fue ahí que encontré este álbum que me reventó los oídos.

The king of limbs, de Radiohead. Este álbum me agarró por sorpresa y en su momento casi lo pasé por alto. Tuvieron que pasar varios años para que me sedujera el mántrico experimento rítmico de mi banda favorita. Los mejores gustos son los adquiridos.

Yo maté a tu perro, de Yo Maté a tu Perro. Algo sucedió entre este álbum y yo que desde que lo puse lo mantuve sonando durante meses. Su crudeza y sinceridad debió remontarme a mis años de adolescencia, que es cuando se supone que incorporamos a nuestra vida la música que nos será más entrañable. Le dediqué una oída libre cuando intentamos resucitar Noche Pasta.