19 de septiembre de 2018

Zagas y anotaciones

El trabajo de los defensas casi siempre pasa desapercibido: no se espera que anoten goles espectaculares (o siquiera que anoten goles) y sus funciones son primordialmente reactivas, dependiendo de lo que haga el rival, lo cual deja poco espacio para la creatividad que tanto luce. En los recreos, las posiciones de defensa son ocupadas por niños inhábiles, lentos o gordos.

Los martes por la noche dejamos de ser ingenieros, profesores, empresarios o vendedores y nos convertimos en escuadra. No sé el nombre completo de todos en el equipo, no sé en qué trabajen o dónde vivan. Carajo, ni siquiera sé cómo se visten: sólo los he visto ataviados con sus casacas y con tacos para pasto sintético. El año pasado regresé al campo luego de veinticinco años sin jugar. Desde entonces, ha aumentado mi apreciación y admiración por los zagueros que veo en la televisión. Manolas, Godín y Moreno son mis discretos ídolos.

Ya no llueve con la fuerza de hace media hora, pero en el campo hay algunos charcos que detienen de golpe el balón. Los rivales tocan la pelota unos metros atrás de la media cancha, horizontalmente, esperando a que nuestra marca se incline a una orilla para avanzar. Varias veces logran romper la línea de defensa y poner en aprietos a nuestro arquero, quien no es arquero, es defensa –el titular no vino–, y que tampoco es defensa, es ingeniero civil.

Los dos delanteros del otro equipo avanzan por mi lado. Adivino la jugada y robo un balón que se pasan intentando una pared de dos o tres metros. El espacio al centro queda abierto y toco para Manolo, mi colega defensa en la otra banda. Dale, dale, le gritamos, porque tiene abierto el camino. Cuando pasa la línea de la mitad, nuestro centro delantero se gira desmarcándose de su guardia. Recibe. El sistema de ataque se despliega y acomete hacia la puerta enemiga. Sólo un rival queda atrás, con nuestro defensa central pegado. Sin nadie frente a mí, avanzo unos metros atrás de los atacantes. Pepe, el delantero, está entrando al área. Se detiene de improvisto. Los defensas de chalecos verdes (los dos equipos llegamos vestidos de negro) dan todavía dos zancadas más antes de lograr frenarse. Pero Pepe ya giró y regresó el balón en diagonal. Yo sigo corriendo. El balón bota. Lo encuentro cuando va subiendo, medio metro sobre el suelo. Afianzo la pierna derecha y con el empeine izquierdo conecto la esfera amarilla. Veo una raya pintarse en el aire desde mí, pasar junto a un defensa que tuerce la cadera y luego a unos centímetros de la mano derecha del portero. Está en el fondo.

Mientras troto de regreso a mi posición con una forzada ecuanimidad en el rostro, pienso que en el Fantasy los goles anotados por defensas valen más.

15 de septiembre de 2018

Guitarras y trece años

Levanto la guitarra que se ha pasado gran parte de los últimos dos años recargada en la esquina de la sala. Me la cuelgo y la hago sonar, interrumpiendo cada tanto para calmar una pelea entre mis hijos que juegan en la sala o para darle cuerda a alguno de sus carritos. Como casi siempre, termino tocando canciones de hace mucho, sobre todo las que me aprendí hace veinte años cuando tocaba covers en los antros de la ciudad. Piso un mi menor y rasgo con ritmo de bolero. Luz, roja es la luz, luz de neón que anuncia el lugar…

Mi hija de trece años me dice que ahora que estuvo en la Ciudad de México saludó al que canta esa canción, aunque no se pudo tomar una foto con él. Y me acuerdo de mis trece años. Me acuerdo de ir en el asiento de hasta atrás de una Suburban rumbo a la casa de mi abuelo en Norogachi, compartiendo lugar con mi primo Carlos, cada uno con su walkman y su maletín para diez casetes. Intercambiamos. Mi colección son álbumes de Vanilla Ice, MC Hammer y Caló y casetes donde atrapé canciones de rap que salían en El Lobo 1010 AM.

Carlos me pasa El circo de La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio. Por la ventana veo los pinos emblanquecidos de polvo junto a la brecha por donde avanzamos, contrastando con el verde profundo de los que están más atrás. La diadema corona mi cabeza y sujeta las esponjas anaranjadas que meten a mis oídos un sonido que me parece sucio, prohibido, obsceno… un sonido que se desprende de cosas que veo a diario en la ciudad pero en las que no reparo.

Se lo cuento a mi hija y me lo cuento yo, porque había olvidado este episodio que, ahora que lo pienso, es el prólogo a noviembre de aquel 1991.

9 de septiembre de 2018

Elefantes y aves

–Sabe a orozuz– dijo la muchacha y dejó el vaso. Leí esta línea y sentí un súbito espasmo, un connato de risa que se me agolpó en la garganta. Tenía 17 años y como estudiante de intercambio en el estado de Nueva York me había inscrito en el curso de escritura creativa de la preparatoria. El profesor, antes que a escribir, nos enseñó a leer. “Colinas como elefantes blancos”, de Hemingway, fue de los primeros relatos que revisamos. No podía esperar a la sesión de preguntas.

”¿Qué edad tiene ella?”, fue la primera interrogante que lanzó el profesor. Me sentí eufórico. Yo lo sabía. Mientras otros reabrían sus hojas para buscar dónde lo mencionaba el autor, yo levanté la mano. El profesor me vio y movió levemente la cabeza. “Debe tener alrededor de 15 o 16 años”, dije.

Cinco años más tarde una frase volvió a sacudirme. Esta fue en una novela Saramago y me hizo sentir aquel mismo espasmo, esa emoción de sentirme vulnerable ante las palabras del autor, quien con destreza entraba en mi mente y pintaba en ella. El enunciado se quedó en mí a lo largo de los años y, cuando releí la novela casi quince años después, quise ponérmela en el antebrazo izquierdo como evidencia del poder de las palabras: Los estorninos se alzaban de repente, todos a un tiempo, vruuuuuuuuuu. Así, con esa simpleza, Saramago me mostraba cómo una parvada de miles de aves despegaba, haciendo ese ruido seco y soplado, perfectamente descrito con la onomatoyepa. Vruuuuuuuuuu.