Una tarde de verano salí a llamar a Cinco, mi gata negra que se iba a pasear y a esa hora regresaba. Pero Cinco no venía, aunque la escuchaba maullar. Sus maullidos eran muy peculiares: largos, mortificados y sentidos, como si le estuviera explicando al gerente con mucho detalle lo pésimo que había estado el servicio. Encontré a Cinco trepada en un pino dos casas arriba. No podía bajar. La estuve llamando un buen rato pero desistí y pensé que eventualmente el hambre, la sed o el aburrimiento la harían bajar.
Al otro día Cinco seguía en el pino. Le llevé agua y comida y las puse al lado del árbol para que viniera, pero no venía. No podía. Hacía mucho calor. Por la tarde llamé a los bomberos. Me dijeron que eso pasaba en la tele y les llamaban mucho para pedir auxilio, pero que en realidad no daban ese servicio. Toda la noche escuché a Cinco maullar con sus larguísimos miaus.
Al otro día fui al pino con un banco y una escoba. Parado en el banco, usé el palo de la escoba para irle indicando a Cinco por cuáles ramas avanzar. Finalmente llegó al suelo con un salto que seguro avergonzó a toda la raza gatuna. Cinco corrió a la casa, vació dos veces el plato de agua y se echó con las patas extendidas en el piso donde pegaba el aire acondicionado. Ahí se quedó por más de doce horas.
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