Me dijeron: Papá, ¿por qué asumes que el goce emocional y estético de la música de Nirvana, o de cualquier banda, tiene que estar vinculado a datos que se pueden ver en Wikipedia?
Me dijeron: Porque ni siquiera estamos hablando de un ejercicio intelectual o de una apropiación cognitiva, saberse los álbumes es como saberse los nombres de los cuadros y con eso asumir que podemos comprender la obra.
Me dijeron: Y mira, el formato del álbum ya no es relevante para personas como nosotros que siempre hemos tenido toda la música a nuestro alcance y podemos tocarla cuando queramos y ordenarla como mejor nos convenga.
Me dijeron: ¿Por qué hoy, en pleno 2023, tendría que interesarnos el orden que Kurt, Krist y Dave le dieron a, por ejemplo, el Nevermind en 1991?
Me dijeron: Y eso si asumimos que fue la banda quien ordenó los álbumes y no el productor, o ¡quién sabe!, la disquera.
Me dijeron: Hoy nuestra realidad es otra. ¿Por qué pensarías que el contexto que le daremos a estas canciones será el mismo o parecido al que tuvieron tú y tus amigos en el 1989 del Bleach, el 1991 del Nevermind o el 1993 de el In utero?
Me dijeron: Con toda la música que tenemos a nuestro alcance, podemos crear nuestra propia curaduría musical, respondiendo a nuestra realidad, a nuestros momentos, a nuestras emociones, nuestras experiencias, nuestras ideas.
Me dijeron: Le agradecemos a Nirvana por haber creado estas canciones y respetamos su legado, pero la música ahora es nuestra y la experiencia de escucharla queda bajo nuestro control.
Me dijeron: Además, ahorita queremos escuchar “Baby shark”.
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