La medianoche entre Nochebuena y Navidad nos encontró manejando sobre la carretera de Chihuahua a Aldama. Exactamente tres años atrás le había regalada a mi madre un encendedor Zippo color rojo. El 25 lo estrenó encendiendo los dos últimos cigarrillos de su vida. El 26 le encontraron el cáncer.
Kathy estaba embarazada de nuestra hija Natalia e íbamos a nuestra segunda cena navideña de la noche. Desde el cáncer habíamos dejado de alternar la Nochebuena entre una familia y la otra cada año, porque no sabíamos cuál sería la última de mi mamá, así que íbamos a las dos. Rumbo a la granja donde estaba su familia no sabíamos que la última iba a ser precisamente la que acabábamos de dejar.
El encendedor rojo se quedó en un cajón de la vitrina de la sala. Nadie lo volvió a usar, pero nadie lo tiró tampoco. No sé dónde pudo haber quedado. Cuando mi padre murió doce años después de enviudar vaciamos la casa y no lo vimos.
En la granja la familia de Kathy cantaba y no me creían que no me supiera ninguna de las canciones rancheras que tenían en el karaoke. Creo que mi suegro se había imaginado siempre a su hija casada con un tipo muy parecido a él y a los demás de su familia, pero Kathy llegó a la Nochebuena conmigo, con mi corte mullet, con mis pantalones tumbados y con una cadena sujetando mi cartera al cinturón.
Tuve una idea. Tomé el micrófono del karaoke y busqué “Fuerte no soy” de Intocable. En esos tiempos trabajaba cantando en antros e incluíamos esta canción en el repertorio de mi banda, que sin contar esta de banda tocaba puras de rock y pop. Quizá esa noche fue una transición: salí de la última Navidad que pasaría con la que había sido mi familia completa y terminé en esta suerte de rito de iniciación con mi familia política.
Hoy en la mañana vi una foto de esa última Navidad con mis dos padres y pensé en todo esto.
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