Trabajaba llevando grupos de ancianos estadounidenses a recorrer el norte de México. Pensaba que los dólares que supuestamente ganaría eran mucho dinero y que nos servirían en casa más de lo que podría servir yo.
El señor y la señora Campbell eran muy altos, lo cual en los viejos se ve como fragilidad, como una mayor distancia que recorrer cuando caigan. La pareja ya me había preguntado cómo se decía drugstore en español y si podía anotarles en un papelito el nombre del Imodium mexicano. En una parada que hicimos –ya en Arizona– coincidimos dos autobuses con tripulación muy parecida. La fila para orinar en alguno de los tres mingitorios del baño de hombres era muy larga, y ahí estaban impacientes alrededor de cuarenta señores apretando las vejigas. Pero no el señor Campbell. Él estaba frente a todos, sentado en un escusado cuya cabina no tenía puerta, con los pantalones abajo y las manos huesudas aferradas a su rostro, gimiendo mientras descargaba el estómago ruidosamente.
He visto muchas cosas, pero esta es una de las más humillantes que pueda recordar.
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