La salida de audio de mi Toshiba azul no funcionaba. Mi madre me había regalado el aparato cuando me gradué de Psicología para que lo utilizara como profesionista, pero yo lo había llevado a mis ensayos y a presentaciones en bares. La computadora había sido colocada en los escenarios cochinos al lado de mi amplificador para guitarra y la base de mi micrófono. Fue durante alguna de esas noches –o quizá por la suma de ellas– que un día la salida de audio se venció.
Cada noche manipulaba en la computadora los sonidos que había grabado: más volumen a la guitarra, más grave la batería, un poco de efecto en las voces, eliminar el sintetizador de los estribillos. Hacía a sordas lo que en la mañana hubiera anotado que debía hacer. Luego exportaba las canciones, las metía en el iPod y me iba a dormir. En la mañana estacionaba el auto y caminaba por el centro escuchando lo que había hecho la noche anterior. Y anotaba: menos volumen a la guitarra, todavía más grave la batería, un efecto diferente en las voces, regresar el sintetizador en el segundo estribillo.
No me reconozco en las canciones del Bi EP. Alguien jadea, susurra, gime, canta y me conmueve con su obsesividad. Las emociones se incrementan hasta casi ser incontenibles con el final de la última canción. Siempre he pensado que, antes que a mi talento para componer o interpretar, este resultado se debe a la meticulosidad que sólo se logra cuando la salida de audio de la computadora se estropea.
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