6 de abril de 2019

Videojuegos e historias

En quinto de primaria todos tenían Nintendo menos yo. Antes del timbre de la entrada y en la fila después del recreo no se hablaba de otra cosa que no fuera de eso, así que comencé a meterme en las pláticas como si también tuviera uno. La mentira creció y en unas semanas ya tenía, además del Mario, el Punch Out y el Zelda. Es decir, no los tenía.

Varios de mis compañeros estaban mortificados porque no podían sacar a Link de un cementerio en el Zelda. En un insensato afán por participar, dije que yo ya había salido, que sólo había brincado una tumba. Pero en el Zelda no se puede brincar, dijo Israel, y todos me vieron entre sorprendidos y confundidos.

Pasó el tiempo e invité a Corral a mi casa. Una de esas invitadas donde el amiguito se venía contigo saliendo de la escuela y su mamá pasaba por él casi en la noche. Juampi, Luisca e Israel vivían cerca y, días antes de la cita, Corral tuvo la idea de que todos fueran a mi casa e hiciéramos un torneo de Punch Out. Al otro día dije que mi Nintendo había estado fallando, que mi madrina de Juárez se lo había llevado a  El Paso para que lo revisaran. Luego al otro día dije que mi madrina se había ponchado en la carretera, que había pedido un aventón al pueblo más cercano y cuando regresó a su auto con los ángeles verdes se encontró con que le habían robado las maletas y el Nintendo. Juampi, Luisca e Israel sí vinieron cuando Corral estuvo en mi casa. Pasamos la tarde jugando fut en la calle, mientras yo estaba aterrado de que fueran a preguntarle a mi mamá algo de mi madrina o el Nintendo.

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