Escuché un graznido y enseguida sentí un rasguño en la cabeza. O quizá fue primero el rasguño y luego el graznido. Un pájaro, un chanate, me había golpeado. Seguí caminando como cuando tenía 11 años y me caía de la bicicleta y me ponía de pie ignorando el paralizante dolor en la cadera y las espinillas, empujando la bicicleta hasta donde nadie me viera para entonces sí doblarme y alzarme la camiseta y los pantalones para confirmar que no tuviera sangre. Pero la discresión fue vulnerada por Saúl, uno de mis hijos de dos años que venía en mis brazos. Señalando mi cabeza, Saúl repetía sus largos “ba, ba, ba”, esos “ba, ba, ba” que él y su hermano gemelo usan cuando algo los desconcierta, como cuando se congela el video que están viendo en YouTube o como cuando el árbol frente a la casa se cayó. Todavía aturdido, yo pensaba en aquel episodio de Seinfeld en el que un tipo le dice cabezona a Elaine y momentos más tarde un pájaro se estrella contra su cabeza frente a un anciano que dice “La pobre criatura no tuvo ninguna oportunidad de esquivar eso”.
Minutos después pasé de regreso por el mismo lugar, todavía con Saúl en los brazos y mirando de reojo para cerciorarme que nadie me estuviera observando y cuchicheando “Mira, ahí va el tipo con el que chocó un chanate”. Y de nuevo: un graznido, un golpe y un rasguño. Ahora pensaba en aquella mañana cuando en el noticiero transmitían el choque de un avión contra un edificio y que de pronto vi en vivo como llegaba otro avión para incrustarse en el edificio contiguo y que Brozo comenzó a vociferar “¡Esto no es un accidente! ¡Esto no es un accidente!”.
El resto de la tarde, cada vez que nos encontrábamos con alguien, Saúl apuntaba mi cabeza y decía “Pío, pío, pío”.
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