Mi padre llegó a casa con un Discman que obtuvo de alguno de sus clientes. Podíamos ir a una casa de electrónica y encargar un cable para conectar el reproductor al modular en el que escuchábamos música. Este modular era un verdadero mueble, colocado en la esquina de la sala y coronado por una tornamesa que no había sido utilizada en más de diez años, cuando nos servía como pista para los Playmobil. El modular, del tamaño de un pequeño refrigerador, sólo era utilizado por mi hermano y por mí para reproducir casetes.
Salimos a conseguir el cable y otra cosa que necesitábamos para utilizar el Discman: un disco compacto. Para lo segundo nos detuvimos en Macrovideocentro y fuimos directamente a la sección de rock. Mi hermano tenía un tiempo escuchando a Metallica y a Guns N’ Roses. A raíz de la muerte de Freddie Mercury, yo acababa de descubrir a Queen y escuchaba sin parar sus compilados de éxitos: dos colecciones de canciones pegajosas que a lo largo de veinte años la banda había colocado como pequeños himnos populares. Así que nada nos había preparado para la monstruosa teatralidad del álbum que elegimos esa tarde: el Queen II.
Sacamos el disco de atrás de la fotografía en claroscuro de Queen y lo metimos en el Discman, que ahora era un apéndice deforme del modular. Ocho golpes solitarios al bombo de la batería en unos minutos se convirtieron en una ola de sonido a la que no le cabía nada más. Los temas se entrelazaban unos sobre otros y realmente no tenían mucho sentido si se les escuchaba aislados: el monstruo necesitaba de todas sus partes.
Desde entonces no concibo los sencillos, sino que espero siempre la experiencia completa de un álbum.
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