7 de julio de 2012

Relojes y pistolas

¿Quieres comprar este reloj? No, gracias. Te lo dejo en apenas cien pesos. Está barato, sí, pero no lo quiero. Bueno, en realidad te detuvimos para otra cosa. ¿Qué cosa es esa? Estamos aquí porque en ese hospital de allá tienen internado a mi sobrino. Lo lamento mucho, pero no puedo ayudarles con nada. Tiene seis años y le dieron un balazo en el estómago. Lo lamento mucho, en verdad, espero se recupere. Tú conoces a los Mendoza, los que le dispararon. Yo no conozco a ningunos Mendoza. No te hagas: siempre andas con ellos en El Paso. No me hago: yo ni siquiera vivo en El Paso o en Juárez, soy de Chihuahua. Pues vamos a aquella esquina y mi prima va a pasar en una camioneta para ver si eres o no eres. Yo no voy a esa esquina. ¿Te da miedo que te vea y te reconozca? Que pase por aquí. Tengo una pistola, así que vamos o la saco. De verdad que me confunden, yo no conozco a ningunos Mendoza, dígale a su prima que pase por aquí. ¿Y por qué le dispararon al niño? No sé, no sé nada de usted ni de esos Mendoza. Vamos entonces a la esquina. Por favor, se lo ruego, dígale que pase por aquí y verá que le dice que no soy yo. Está bien, te vamos a dejar en paz. Gracias, y ojalá el niño se recupere. Espérate, todavía no te vayas. ¿Qué más sucede? ¿Vas a querer el reloj o no? Sí, está bien, démelo. Son cien pesos. Aquí tiene.

4 de julio de 2012

Fiestas y teatros

Odiaba cumplir años en el verano. Los únicos niños que veía eran mis vecinos y, siendo tiempos previos a la llegada de la Internet y la telefonía celular, no tenía muchos modos de contactar a más amiguitos para llenar una fiesta infantil. Durante el ciclo escolar, las madres de mis compañeros se aparecían de pronto a media jornada e interrumpían las clases para anunciar que Jaime o Francisco o Marcela cumplían años y que habían traído pastel y refresco para todos en el salón. Qué envidia me daban.

Aquel junio llegó el último día de clases de cuarto de primaria. Reunidos en el gimnasio, ensayábamos el festival de fin de cursos. De pronto, para sorpresa mía y algarabía de mis compañeros, mi madre entró al gimnasio con pastel y refresco. El ensayo fue interrumpido y todos disfrutamos de una rebanada de pastel. Era increíble ser el centro de la fiesta, ser el personaje al que todos querían acercarse, con quien todos querían platicar. La última pregunta que me hicieron fue cuántos años cumplía. Respondí que aún no, que faltaban más de dos semanas para la fecha. Todo cambió. Mi momento se convirtió en un fraude. Mis compañeros hicieron cara de querer escupir el pastel, de querer escupir todo el evento, todo el teatro que se había montado sin una justificación verdadera. Fue la última fiesta infantil que tuve.