Ese cariño al viejo portugués tuvo mucho que ver en el hecho de que no abandonara Las intermitencias de la muerte hacia la página 50. El libro iba lento, soso y poco seductivo. Creí que quizá era cosa de acostumbrarme a la serendidad y flematiquez de Saramago, luego de haber pasado un buen rato en la vertiginosidad de Guillermo Arriaga —El búfalo de la noche y Retorno 201 engullidos en cuatro días—, intentaba recordarme a mí mismo que era a mi viejo amigo Saramago a quien leía, y que, por tanto, debía continuar, ya que aquel debía ser un buen libro.
Pero lo lento no acabó. La novela eran dos novelas: la primera era la anunciada en la solapa de mi edición Alfaguara, donde la muerte deja de trabajar; la segunda donde la muerte vuelve a su puesto e intenta matar a un violonchelista hasta enamorarse de él. Qué predecible, qué lento, qué desilusión. Querido Saramago: mi cariño por ti no ha cambiado, pero creo que has dejado de ser el abuelito que me entretenía con sus historias para comenzar a ser el que vive en el cuarto de atrás y al que hay que limpiarle la baba. Enhorabuena, que tus libros seguirán siendo recibidos con calidez, en aras de nuestra vieja amistad.